De nuevo amanece un 18 de agosto, tal y como amaneció hace 69 años…
Pero ese día de agosto, se convertirá en un trágico verano
que ha traspasado las generaciones. Todos los gaditanos de 40 a 60 años, hijos
de aquellos niños que presenciaron la tragedia, la tenemos presente y la
sentimos como si hubiéramos estado allí. Todos podemos contar cuatro historias,
todos podemos narrar con detalle qué hacía mi padre, qué hacía mi madre, qué
hacía mi abuelo o qué hacía mi abuela.
Agitación y nervios de familias que ante el apremio de los
guardias y militares se agolpan en La Caleta y en el Campo de las Balas ante la
posibilidad de que la tragedia vuelva a repetirse.
Esa noche calurosa, cinco minutos antes de las diez, un niño, en la esquina de las calles
Botica y Teniente Andújar pudo ver un gran destello de luz que le impresionó
unos instantes y al segundo notaba que una fuerza le tiraba de espaldas, sin
llegar a comprender qué estaba ocurriendo.
Niñas que juegan a “las casitas” en una casapuerta y de
momento una lluvia de cristales les cae encima, adolescentes que están en el
Cómico viendo la sesión del día “Tarzán y su hijo” y un estruendo y roturas en
la sala le hacen huir del cine despavoridos, personas que descansan al fresco
después de pasar un tórrido día de agosto, bebés y niños pequeños que por diversas
circunstancias viven en la "Casa Cuna", trabajadores que van y vienen a los muelles o astilleros gaditanos, muchachos que cumplían el
servicio militar en "Torpedo"…
A todos les afecta de forma directa, unos mueren, otros
están heridos, y los que tienen la suerte de sobrevivir corren a refugiarse
donde pueden, bajo un puente, en una casapuerta, a la playa; los niños corren
hacia sus casas y a la vez los padres hacia la calle para por fin reunirse
todos. Nadie, en el Cádiz interior, sabe qué ha pasado, ya que sus murallas, las que sirvieron para defenderla de los
ataques extranjeros también sirvieron para acorazar y proteger a la Tacita de
Plata.
Peor suerte corrieron los que vivían o estaban fuera de las
murallas, solo los que estaban en la playa pudieron contarlo, los demás
quedaron arrasados, aniquilados. Al gobierno le vino bien tantas personas anónimas que
pernoctaban en extramuros para desinflar el número de cadáveres que provocó la
tragedia.
Nuestra generación creo que no ha sabido transmitir este
acontecimiento y en futuras generaciones quedará como una mera anécdota
acaecida aquel 18 de agosto de 1947.
Pero hoy, todavía, cuando en los atardeceres gaditanos el
cielo se viste de colores rosados a aquellos niños que vivieron tan trágico suceso y sus descendientes más directos, les recorre
un escalofrío y piensan: “El cielo está rojo como la tarde de la explosión
¿ocurrirá algo?...”